10 de abril de 2010

HOMENAJE A PEDRO HENRÍQUEZ UREÑA


Por. Hugo Gutiérrez Vega (1 de 3)


Hablar sobre una de las mentes más lúcidas, originales, ordenadas y generosas de Iberoamérica y el mundo, es un compromiso realmente serio. Para cumplirlo con eficacia es necesario pesar las palabras, revisar sus exactos significados, cuidar con esmero los adjetivos y evitar que los lugares comunes de una retórica hueca, chabacana y demagógica metan sus deformes narices en un terreno que debe ser ocupado sólo por la claridad del discurso, la precisión de las definiciones y la transparencia de las palabras concebidas para dar testimonio sobre la belleza de una vida dedicada a la cultura y a la educación, y sobre la perfección de una prosa que al rigor científico unió la fluidez de un pensamiento ordenado, la universalidad de una erudición puesta al servicio de las ideas y la gracia de un estilo rico en giros de lenguaje y parco y discreto en el momento de proponer definiciones o de llegar a conclusiones que son la madura y plena coronación de las premisas bien argumentadas.

Pedro Henríquez Ureña, filólogo, crítico literario, historiador de la cultura y de las ideas, narrador, humanista, educador, promotor cultural, periodista, maestro universitario, conferencista... son muchas las facetas de su personalidad y de su quehacer. De entre todas ellas he escogido dos, las más adecuadas para este homenaje: la de ordenador de la historia de la cultura Iberoamericana y la relacionada con su espíritu universalista. Por otra parte, quiero dejar el testimonio de nuestra gratitud por todo lo que Henríquez Ureña hizo por México y su cultura. Alfonso Reyes, en su emocionada evocación del maestro, nos dice: México reclama el derecho de llorarlo por suyo. Pocos, sean propios o extraños, han hecho tanto en bien de México. El mismo Reyes, al compararlo con Sócrates y recordar que también Henríquez Ureña tenía la Atenea oculta en el Sileno y tuvo su cicuta, asegura que el estudio de la obra del maestro es esencial para aquellos que aspiren a descubrir los aspectos más ocultos y profundos del ser de México. Desde su llegada a nuestro país, en 1906, se ligó a los movimientos literarios de vanguardia, primero a la Revista Azul, fundada por Gutiérrez Najera y, más tarde, a la Sociedad de Conferencias, al Ateneo de la Juventud y al Ateneo de México. Hombre generoso y sincero, Henríquez Ureña fue el centro de una generación de escritores y de intelectuales preocupados por encontrar y consolidar los aspectos esenciales de la identidad cultural de los pueblos de Iberoamérica. Amado Alonso asegura que los máximos humanistas que nuestros pueblos han dado son Andrés Bello, Rufino José Cuervo y Pedro Henríquez Ureña. El humanismo de don Pedro se gestó y consolidó en los días de su vida en México. En esta etapa fundamental de su formación, afirmó su creencia en la universalidad de la cultura y su voluntad de fortalecer la cultura Iberoamericana, para lograr su inserción en el gran marco de las obras creadas por el genio del hombre. Estas preocupaciones quedaron plasmadas en sus libros: Seis ensayos en busca de nuestra expresión, Las corrientes literarias en la América Hispana e Historia de la cultura en la América Hispana.

Buscó las características que eran comunes a nuestros pueblos, se hundió en el estudio de las culturas precolombinas y emergió de su viaje subterráneo con una serie de datos y de ideas indispensables para el entendimiento de nuestras culturas mestizas, para el desarrollo de sus rasgos originales y para el fortalecimiento de los lazos que las unen con otras culturas. La lengua común nos da una cosmovisión que presenta asombrosas similitudes y nos entrega los vastos territorios de una patria que tiene abiertas siempre las puertas de la comunicación. Por ese camino llegó a España y afirmó su amor por la filología, ciencia a la que se entregó con fervor humanista y con verdadero rigor de científico social. No fue un diseccionador de cadáveres lingüísticos, sino un médico que sabía intervenir en un cuerpo vivo para mejorar sus posibilidades expresivas. Concebía al lenguaje como una manifestación profunda de las circunstancias históricas y de las realidades sociales. De ahí su amor por la frescura y la riqueza expresiva del habla popular y su afición por el estudio de los clásicos, que compartimos todos los iberoamericanos pues, con igual pasión admiró el mester de clerecía que el mester de juglaría. Sabía que uno alimenta al otro, que la cultura académica y la cultura popular mantienen o deben mantener un constante juego de influencias y conexiones. Si este juego no se realiza, la cultura académica languidece y se vuelve un simple ejercicio de retórica vacía, y la cultura popular corre el peligro de desaparecer o de desfigurarse por la acción de un comercialismo que todo lo enajena, cosifica y desnaturaliza.

(Continuará)

© jornadasem@jornada.com.mx

1 comentario:

Prosperando dijo...

Exelente. Se puede apreciar la dedicacion en esta pagina!

Paulino

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