La semana pasada pasó por mi casa un
Cocodrilo que estaba extraviado y ataviado de colores verdes y
amarillo santo.
Hacia tiempo que no veía una especie
de esa naturaleza, que, mas que Cocodrilo era “Cocodrila” que
navegaba entre el control y la pausa de elegir el destino del hambre
la hembra o el hombre.
No quiso comerme por mi escaso
laberinto carnal que convierte mi desnutrición en arsenal de defensa
ante tan angelical bestia de arrugado caminar.
Quise abrazarla o abrazarlo al
cocodrilo vespertino que no dejaba de mirarme con la pena de no
convertirme en su desayuno regular por mi defecto descarnado y
florecido de huesos reumáticos.
La mañana soleada hizo del lagarto el
mejor amigo del hombre y a mi el peor enemigo de su hambre que hasta
ese momento se disipaba con el ruido de los pájaros en el patio
ilusionado.
Le dije, “si me vas a comer, hazlo
ahora o calla para siempre”, la boca grande alargada que adorna tu
desdén con una carrera de dientes disparejos que parecen trenes
fugitivos. No quieras morderme la vida ni estrujar mi felicidad con
tu piel bañada de misterios e indecisiones y aléjate por donde
llegaste con tu maleta cuadrada como tu vida. Vuelve a los tuyos, al
grupo de reptiles que te comprende a sabiendas de tu insaciable
hambre.
Y así mientras te alejas yo despierto
de este sueño que todavía huele a tu epidermis.
Francisco Henriquez
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