EL MUNDO CONFIERE PREMIOS Y premios —para eso es mundano—, pero entre éstos hay uno, el Nobel, que a veces nos parece conferido por Dios y por todas las criaturas, y no por la opinión de un grupo de hombres, como es el caso.
Por: Carolina Sanín. El Espectador.com
Quizás su origen —el monumental sentimiento de culpa de su fundador— le dé una dimensión religiosa. O quizás su estatus celestial tenga que ver con el lugar donde se otorga: un país cuya libertad y ecuanimidad han sido mundialmente admiradas. (Una vez estuve en Estocolmo y efectivamente me sentí en el cielo: está arriba, es hermosa y fría, su lengua suena a canto de ángeles, y la habita gente bella y uniforme, como debe de ser la gente celestial).Los discursos de aceptación del premio Nobel de literatura suelen ser espléndidos; a veces parecen oraciones dedicadas al más allá, a veces proclamas dichas desde el techo del mundo. A veces las dos cosas son una. García Márquez se fajó su mejor metáfora, la de la soledad de América Latina; Bashevis Singer aprovechó noblemente la tribuna para enaltecer a su pueblo y su lengua; Coetzee elaboró una fábula compleja, doliente y hermosa sobre la compañía y la imaginación; y el valiente Harold Pinter lanzó una acusación oportuna y tremenda en defensa de la dignidad humana.
El último Nobel, a mi parecer, despilfarró su turno en el tejado sin dar nada a nadie. En la ceremonia de entrega del premio, esa sesión solemne en la que los escritores se gradúan para pasar al Parnaso, leyó algo que precisamente pareció un discurso de grado, pero del Colegio de La Salle, institución que menciona en el primer párrafo, por otra parte claveteado de clichés adolescentes como el de que la lectura es una “magia” que rompe “las barreras del tiempo y del espacio”.
Allá arriba, Vargas Llosa hizo un recuento de su vida de pulcro profesional y elaboró una lista de invitados para celebrar su ascenso: en doce páginas mencionó a cuarenta autores canónicos. Allí donde Faulkner dio ánimo y consejos a los escritores jóvenes y Hemingway honró con humildad a los grandes escritores que no habían recibido el premio, el peruano se dejó venir con esta declaración exitista, excluyente: “Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso —triste consuelo— descubriría un día la posteridad”.
Nos contó que ha vivido en muchos sitios y no se ha sentido extranjero en ninguno (con lo provechoso que habría sido hablar de las diásporas latinoamericanas, por ejemplo, o de esa conjunción del exilio y la escritura que ha sido misteriosa y fecunda de Dante en adelante). Dedicó otros lugares comunes y vagamente machistas a su esposa, en una variación de esa balada de Ricardo Montaner que dice: “La que con dulzura / entiende mis palabras / y ama mi locuraaa”. Hizo eco de G. W. Bush: “(a los terroristas) hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos”, y facturó una arenga que parece de Disney: “Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad”. Reconoció de pasada las injusticias que nuestros gobiernos han cometido contra los indígenas, sin advertir que eso contrastaba con su irrestricto laudo de la democracia liberal y con su calificación simplista del gobierno boliviano, al que llamó “payaso”; y redujo condescendientemente el continente africano a “su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación”.
No hubo, en el discurso de este maestro indiscutible de las estructuras narrativas y este formidable detector de historias, una idea trascendente. Una vez más, Vargas Llosa demostró que es un escribidor (o un escritor: no sé cuál es la diferencia), y también un político, pero no un intelectual notable. Y lo que distingue una cosa de lo otra no es el premio Nobel —ni ningún premio.
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