Bocas del tiempo
(Adelanto del nuevo libro de Eduardo GaleanoEl puerto
La abuela Raquel estaba ciega cuando murió. Pero tiempo después, en el sueño de Helena, la abuela veía.
En el sueño, la abuela no tenía un montón de años, ni era un puñado de cansados huesitos: ella era nueva, era una niña de cuatro años que estaba culminando la travesía de la mar desde la remota Besarabia, una emigrante entre muchos emigrantes. En la cubierta del barco, la abuela pedía a Helena que la alzara, porque el barco estaba llegando y ella quería ver el puerto de Buenos Aires.
Y así, en el sueño, alzada en brazos de su nieta, la abuela ciega veía el puerto del país desconocido donde iba a vivir toda su vida.
El vuelo de los años
Cuando llega el otoño, millones y millones de mariposas inician su largo viaje hacia el sur, desde las tierras frías de la América del Norte.
Un río fluye, entonces, a lo largo del cielo: el suave oleaje, olas de alas, va dejando, a su paso, un esplendor de color naranja en las alturas. Las mariposas vuelan sobre montañas y praderas y playas y ciudades y desiertos.
Pesan poco más que el aire. Durante los cuatro mil quilómetros de travesía, unas cuantas caen volteadas por el cansancio, los vientos o las lluvias; pero las muchas que resisten aterrizan, por fin, en los bosques del centro de México.
Allí descubren ese reino jamás visto, que desde lejos las llamaba.
Para volar han nacido: para volar este vuelo. Después, regresan a casa. Y allá en el norte, mueren.
Al año siguiente, cuando llega el otoño, millones y millones de mariposas inician su largo viaje…
Los emigrantes, ahora
Desde siempre, las mariposas y las golondrinas y los flamencos vuelan huyendo del frío, año tras año, y nadan las ballenas en busca de otra mar y los salmones y las truchas en busca de sus ríos. Ellos viajan miles de leguas, por los libres caminos del aire y del agua.
No son libres, en cambio, los caminos del éxodo humano.
En inmensas caravanas, marchan los fugitivos de la vida imposible.
Viajan desde el sur hacia el norte y desde el sol naciente hacia el poniente.
Les han robado su lugar en el mundo. Han sido despojados de sus trabajos y sus tierras. Muchos huyen de las guerras, pero muchos más huyen de los salarios exterminados y de los suelos arrasados.
Los náufragos de la globalización peregrinan inventando caminos, queriendo casa, golpeando puertas: las puertas que se abren, mágicamente, al paso del dinero, se cierran en sus narices. Algunos consiguen colarse. Otros son cadáveres que la mar entrega a las orillas prohibidas, o cuerpos sin nombre que yacen bajo tierra en el otro mundo adonde querían llegar.
Sebastião Salgado los ha fotografiado, en cuarenta países, durante varios años. De su largo trabajo, quedan trescientas imágenes. Y las trescientas imágenes de esta inmensa desventura humana caben, todas, en un segundo. Suma solamente un segundo toda la luz que ha entrado en la cámara, a lo largo de tantas fotografías: apenas una guiñada en los ojos del sol, no más que un instantito en la memoria del tiempo.
La historia que pudo ser
Cristóbal Colón no consiguió descubrir América, porque no tenía visa y ni siquiera tenía pasaporte.
A Pedro Alvares Cabral le prohibieron desembarcar en Brasil, porque podía contagiar la viruela, el sarampión, la gripe y otras pestes desconocidas en el país.
Hernán Cortés y Francisco Pizarro se quedaron con las ganas de conquistar México y Perú, porque carecían de permiso de trabajo.
Pedro de Alvarado rebotó en Guatemala y Pedro de Valdivia no pudo entrar en Chile, porque no llevaban certificados policiales de buena conducta.
Los peregrinos del Mayflower fueron devueltos a la mar, porque en las costas de Massachusetts no había cuotas abiertas de inmigración.
La trama del tiempo
Tenía cinco años cuando se fue.
Creció en otro país, habló otra lengua.
Cuando regresó, ya había vivido mucha vida.
Felisa Ortega llegó a la ciudad de Bilbao, subió a lo alto del monte Artxanda y anduvo el camino, que no había olvidado, hacia la casa que había sido su casa.
Todo le parecía pequeño, encogido por los años; y le daba vergüenza que los vecinos escucharan los golpes de tambor que le sacudían el pecho.
No encontró su triciclo, ni los sillones de mimbre de colores, ni la mesa de la cocina donde su madre, que le leía cuentos, había cortado de un tijeretazo al lobo que la hacía llorar. Tampoco encontró el balcón, desde donde había visto los aviones alemanes que iban a bombardear Guernica.
Al rato, los vecinos se animaron a decírselo: no, esta casa no era su casa. Su casa había sido aniquilada. Ésta que ella estaba viendo se había construido sobre las ruinas.
Entonces, alguien apareció, desde el fondo del tiempo. Alguien que dijo:
—Soy Elena.
Se gastaron abrazándose.
Mucho habían corrido, juntas, en aquellas arboledas de la infancia.
Y dijo Elena:
—Tengo algo para ti.
Y le trajo una fuente de porcelana blanca, con dibujos azules.
Felisa la reconoció. Su madre ofrecía, en esa fuente, las galletitas de avellanas que hacía para todos.
Elena la había encontrado, intacta, entre los escombros, y se la había guardado durante cincuenta y ocho años.
El pie
Muchos no volvieron. Muchos de los ciudadanos del mundo que marcharon a luchar por la república española, bajo tierra española quedaron.
Abe Osheroff, de la Brigada Lincoln, sobrevivió.
Un balazo le había arruinado una pierna. Con un pie quieto y el otro pie caminando, regresó a su país.
España fue su primera guerra perdida. Y desde entonces, llevado por su pie andariego, Abe no paró.
A pesar de las traiciones y las derrotas, los palos y las cárceles, no paró. Un pie no podía, pero el otro pie quería y seguía. Un pie le decía: aquí me quedo, pero el otro decidía: ahí te llevo. Y una y otra vez ese pie, el andante, volvía al camino, porque el camino es el destino.
Y ese pie cargaba con Abe a través de los Estados Unidos, de punta a punta, de mar a mar, y lo metía en líos, un lío tras otro, contra la cacería de brujas de McCarthy y la guerra de Corea y la segregación racial y la pena de muerte y el golpe de estado en Irán y el crimen de Guatemala y la carnicería de Vietnam y el baño de sangre en Indonesia y lasexplosiones nucleares y el bloqueo de Cuba y el cuartelazo en Chile y la asfixia de Nicaragua y la invasión de Panamá y los bombardeos de Irak y de Yugoslavia y de Afganistán y otra vez Irak y.
Abe ya tenía noventa años y seguía siendo un caminante, cuando su amigo Tony Geist le preguntó, por preguntar nomás, cómo andaba. El alzó su cabeza de león de melena blanca y sonrió, de oreja a oreja:
—Aquí ando, con un pie en la tumba y el otro pie bailando.
El camino de Jesús
Clavado de una sola mano, Jesús de Nazaret colgaba de los restos de una pared quemada. El otro Jesús, el de Cambre, colgaba de un andamio.
Jesús Babío, nacido en el pueblo de Cambre, era maestro albañil, maestro carpintero, maestro fontanero y maestro blasfemador. Hacía bien todo lo que hacía, pero él había andado mundo y bien sabía que no había en el mundo quien pudiera superarlo en el arte de la blasfemia, que es, como la mística, un arte español. Y a blasfemazo limpio estaba Jesús, el de Cambre, reconstruyendo la iglesia de Santa María de Vigo, que había sido incendiada por los rojos en los años de la guerra, mientras Jesús, el de Nazaret, negro de tizne, escuchaba, sin una mueca, aquellos homenajes:
—Me cago en las bisagras del sagrario y en los clavos de Cristo y en sus llagas y en sus espinas y me cago en la inmaculada madre que lo parió.
De vez en cuando, Angel Vázquez de la Cruz se metía, de a caballo, en la iglesia en ruinas. Desde lo alto del andamio, mientras martillaba alguna cuña de madera, Jesús le contaba, entre blasfemia y blasfemia, alguna historia de sus viajes al extranjero. Aquel obrero errante había trabajado en Inglaterra, Holanda, Noruega, Alemania, y hasta en Cataluña.
Sus relatos siempre terminaban igual. Con el martillo señalaba el ventanal, invadido por los pájaros, y más allá señalaba el sendero del bosque de Cambre. Nadie aparecía por allí, como no fuera algún lugareño que llevaba, montado en burro, una carga de leña. El sendero era no más que un tajo de polvo entre los árboles.
—¿Lo ve? —preguntaba. Y sentenciaba:
—Yo anduve muchos caminos. Y me cago en el camino del Calvario, en el camino de Santiago y en todas las autopistas. Porque sepa usted, vaya sabiendo, que todo lo que hay para ver en el mundo, y en el alto cielo, pasa por ese caminito ahí.
Itinerario de las hormigas
Las hormigas del desierto asoman desde las profundidades y se lanzan a los arenales.
Buscan comida por aquí, por allá; y en sus andanzas se van apartando de su casa más y más.
Mucho después regresan, desde lejos, cargando a duras penas los alimentos que han encontrado donde nada había.
El desierto se burla de los mapas. La arena, revuelta por el viento, nunca está donde estaba. En esa ardiente inmensidad, cualquiera se pierde.
Pero las hormigas recorren el camino más corto hacia su casa. Marchando en línea recta, sin vacilar, vuelven al exacto punto de salida, y excavan hasta encontrar el minúsculo orificio que conduce a su hormiguero. Jamás confunden el rumbo, ni se meten en agujero ajeno.
Nadie entiende cómo pueden saber tanto estos cerebritos que pesan un miligramo.
La ruta de los salmones
A poco de nacer, los salmones abandonan sus ríos y se marchan a la mar.
En aguas lejanas pasan la vida, hasta que emprenden el largo viaje de regreso.
Desde la mar, remontan los ríos. Guiados por alguna brújula secreta, nadan a contracorriente, sin detenerse nunca, saltando a través de las cascadas y de los pedregales. Al cabo de muchas leguas, llegan al lugar donde nacieron.
Vuelven para parir y morir.
En las aguas saladas, han crecido mucho y han cambiado de color. Llegan convertidos en peces enormes, que del rosa pálido han pasado al naranja rojizo, o al azul de plata, o al verdinegro.
El tiempo ha transcurrido, y los salmones ya no son los que eran. Tampoco su lugar es el que era. Las aguas transparentes de su reino de origen y destino están cada vez menos transparentes, y cada vez se ve menos el fondo de grava y rocas. Los salmones han cambiado y su lugar también ha cambiado. Pero ellos llevan millones de años creyendo que el regreso existe, y que no mienten los pasajes de ida y vuelta.
El castigo
Reina y señora fue la ciudad de Cartago, en las costas del Africa. Sus guerreros llegaron a las puertas de Roma, la rival, la enemiga, y a punto estuvieron de aplastarla bajo las patas de sus caballos y sus elefantes.
Unos años después, Roma se vengó. Cartago fue obligada a entregar todas sus armas y sus naves de guerra, y aceptó la humillación del vasallaje y el pago de tributos. Todo aceptó Cartago, inclinando la cabeza. Pero cuando Roma mandó que los cartagineses abandonaran la mar y se marcharan a vivir tierra adentro, lejos de la costa, porque la mar era la causa de su arrogancia y de su peligrosa locura, ellos se negaron a irse: eso sí que no, eso sí que nunca. Y Roma maldijo a Cartago, y la condenó al exterminio. Y allá marcharon las legiones.
Cercada por tierra y por agua, la ciudad resistió tres años. Ya no quedaba agujero por raspar en los graneros, y habían sido devorados hasta los monos sagrados de los templos: olvidada por sus dioses, habitada por espectros, Cartago cayó. Seis días y seis noches duró el incendio.
Después, los legionarios romanos barrieron las cenizas humeantes y regaron la tierra con sal, para que nunca más creciera allí nada ni nadie.
La ciudad de Cartagena, en las costas de España, es hija de aquella Cartago. Y es nieta de Cartago la ciudad de Cartagena de Indias, que mucho después nació en las costas de América. Una noche, charlando bajito, Cartagena de Indias me confió su secreto: me dijo que si alguna vez la obligaran a irse lejos de la mar, también ella elegiría morir, como murió la abuela.
El paso del tiempo
Seis siglos después de su fundación, Roma decidió que el año empezaría el primer día de enero.
Hasta entonces, cada año nacía el 15 de marzo.
No hubo más remedio que cambiar la fecha, por razón de guerra.
España ardía. La rebelión, que desafiaba el poderío imperial y devoraba miles y más miles de legionarios, obligó a Roma a cambiar la cuenta de sus días y los ciclos de sus asuntos de Estado.
Largos años duró el alzamiento, hasta que por fin la ciudad de Numancia, la capital de los rebeldes hispanos, fue sitiada, incendiada y arrasada.
En una colina rodeada de campos de trigo, a orillas del río Duero, yacen sus restos. Casi nada ha quedado de esta ciudad que cambió, para siempre, el calendario universal.
Pero a la medianoche de cada 31 de diciembre, cuando alzamos las copas, brindamos por ella, aunque no lo sepamos, para que sigan naciendo los libres y los años.
Tomado de: Página/12, Buenos Aires, domingo 11 de abril de 2004
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