24 de septiembre de 2015

La Realidad y e Deseo


¿Quién dice que se olvida? No hay olvido.

Mira a través de esta pared de hielo
ir esa sombra hacia la lejanía
sin el nimbo radiante del deseo.



Semanas antes del estallido de la guerra civil, entraba en la historia de la cultura española uno de los libros fundamentales de poesía de nuestro idioma en el siglo XX. En la primavera de 1936, Luis Cernuda reunía sus versos en la primera entrega de «La realidad y el deseo», título bajo el que irían juntándose los poemas escritos hasta la definitiva edición publicada un año antes de su muerte en México, en 1963. En su soberbio ensayo «La palabra edificante», Octavio Paz alabó esta voluntad de integrar el conjunto de la obra lírica en una labor de crecimiento orgánico, que iba dando cauce a aquel impulso de la inteligencia poética para entender y relatar el mundo. Otros autores, singularmente Jorge Guillén, habían concebido de esta misma manera la tarea de escribir, y las sucesivas «Antolojías» de Juan Ramón Jiménez tenían un propósito parecido de integración, que escapaba a la idea de cerrar con cada libro una etapa independiente del quehacer literario.


Que Ruido tan triste

Qué ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando se aman, 
parece como el viento que se mece en otoño 
sobre adolescentes mutilados, 
mientras las manos llueven, 
manos ligeras, manos egoístas, manos obscenas, 
cataratas de manos que fueron un día 
flores en el jardín de un diminuto bolsillo. 

Las flores son arena y los niños son hojas, 
y su leve ruido es amable al oído 
cuando ríen, cuando aman, cuando besan, 
cuando besan el fondo 
de un hombre joven y cansado 
porque antaño soñó mucho día y noche. 

Mas los niños no saben, 
ni tampoco las manos llueven como dicen; 
así el hombre, cansado de estar solo con sus sueños, 
invoca los bolsillos que abandonan arena, 
arena de las flores, 
para que un día decoren su semblante de muerto.



Sin embargo, en el caso de Cernuda existe algo que ha permitido que su labor haya ejercido tanta influencia en las generaciones poéticas de la larga posguerra española. De sus manos brotó ese arriesgado compromiso lírico que fue llamado «poesía de la experiencia» por quienes trataron de emularle. La labor de crítico, de traductor y profesor a que se dedicó Cernuda permite subrayar un objetivo deliberado de construir no solo un estilo propio, sino una idea misma de lo que debe ser el lenguaje poético. Los cambios en su tono, en la selección de su vocabulario o en sus preferencias métricas, corresponden a un duro proceso de depuración. Cernuda afirmaría que su exilio y el contacto con la poesía inglesa le habían librado de lo que, para él, eran los peores defectos de la lírica española: el patetismo y la grandilocuencia. Pero en esa consideración despechada se encierra lo que hizo más grande a Cernuda: la capacidad de integrar el lenguaje poético español en una corriente que alcanzaría relevancia en la segunda mitad del siglo XX.

La poesía de la experiencia no es un relato de lo cotidiano sin exigencia lírica alguna, sino todo lo contrario. Responde al esfuerzo por objetivar las emociones mediante el lenguaje poético, haciendo que lo vivido, lo sentido, lo pensado por el autor sea comunicable en el circuito exclusivo de sus versos. La experiencia no es la anécdota del autor; es el poema que edifica líricamente esa circunstancia.


Si en la lírica de Juan Ramón o Guillén el riesgo se encuentra en una deshumanización del material poético; si en Lorca el peligro se halla en un despliegue excesivo de imágenes autocomplacientes; si en Eliotacecha siempre el discurso de una orgullosa solemnidad, que todos estos genios supieron evitar jugándose el alma en cada verso, en la poesía de la experiencia puede alentar el fantasma de la banalidad y el prosaísmo. Pero el talento de Cernuda radica en haber proporcionado a la lírica española un lenguaje cuya sobriedad nunca supuso la pérdida de su esencia poética.

Orillas del amor

Como una vela sobre el mar
resume ese azulado afán que se levanta
hasta las estrellas futuras,
hecho escala de olas
por donde pies divinos descienden al abismo,
también tu forma misma,
ángel, demonio, sueño de un amor soñado,
resume en mí un afán que en otro tiempo levantaba
hasta las nubes sus olas melancólicas.

Sintiendo todavía los pulsos de ese afán,
yo, el más enamorado,
en las orillas del amor,
sin que una luz me vea
definitivamente muerto o vivo,
contemplo sus olas y quisiera anegarme,
deseando perdidamente
descender, como los ángeles aquellos por la escala de espuma,
hasta el fondo del mismo amor que ningún hombre ha visto.

Un mundo cerrado

En vísperas de la guerra civil, «La realidad y el deseo» parecía escapar a la dolorosa relación entre un Cernuda angustiado por sus opciones afectivas y un mundo cerrado a comprenderlas, para adquirir el rango de una cuestión más general. ¿No podemos considerar que la historia de aquella España, lanzada a descubrir su propia sustancia y su vigorosa voluntad en el periodo de entreguerras europeo, fue la terrible crónica de un enfrentamiento sin solución, entre el deseo voraz de construir una nación moderna y la realidad turbadora de la intolerancia, el atraso y las utopías violentas? Luis Cernuda era consciente de que la suya no era una queja personal, una aflicción íntima sino la expresión de un patriotismo que, en aras del amor a España, rechazaba todo aquello que implicara frustrar sus sueños de libertad.
La primera edición de «La realidad y el deseo» aún no había alcanzado la magnífica entonación de un canto de exiliado al fuego de la España posible y apagada, en cuyas cenizas se mezclaban las esperanzas de todos los ciudadanos que forjaron la idea de nación desde el inicio mismo de la guerra de la Independencia. Pero se encontraban algunos de los versos más conmovedores de un autor que dejó pronto atrás la frialdad de la «poesía pura», para adentrarse en el compromiso de una literatura humanizada. En tres de sus secciones,«Invocaciones», «Los placeres prohibidos» y «Donde habite el olvido», Cernuda llamó al encuentro de los hombres a través del amor y el culto a la belleza. Y esa belleza no era solo referencia estética, sino valor emocional, apuesta por la integración de todos en la acogedora brillantez de la bondad. Todas las fases de desengaño, de llamada al olvido, fueron superadas siempre por la insaciable búsqueda del otro, del cuerpo, de la persona en la que cada uno de nosotros averigua su propia trascendencia: «Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío».

Soledad y desencuentro

La denuncia de la soledad y el desencuentro nos parece hoy una inmensa metáfora de la quiebra de una convivencia esencial, la ruptura de una esperanza de conciliación. Esa metáfora habría de hacerse muy firme en el Cernuda que salió de España en 1937 para no regresar jamás. Pero se encontraba latente en aquellos versos tensos y desapacibles, exigentes de amor y rebeldes ante la ausencia de fraternidad entre los hombres. Los hombres hacia los que tendía sus palabras, hacia los que enviaba «un cuerpo interrogante» para captar «una mirada al azar, un roce al paso» que bastaban para que «el cuerpo se abra en dos», ávido de vivir junto a quien pudiera comprender esa inmensa necesidad de amor, natural a la condición humana, y a la que los españoles dimos la espalda al unísono pocas semanas después de que aquel formidable escritor presentara en Madrid una obra maestra.

Fuente: ABC.com  FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR 

20 de septiembre de 2015

La Biblia en La Literatura Universal

“El lenguaje bíblico es como la sedimentación
de grandes literaturas”: Pitol.
Todas las artes han sido influidas por el gran libro.

Leopoldo Cervantes-Ortiz

Me gusta remojar la palabra divina, amasarla de nuevo, ablandarla con el vaho de mi aliento, humedecer con mi saliva y con mi sangre el polvo seco de los libros sagrados y volver a hacer marchar los versículos quietos y paralíticos con el ritmo de mi corazón. […] El poeta al volver a la Biblia, no hace más que regresar a su antigua palabra porque ¿qué es la Biblia más que una Gran Antología Poética hecha por el Viento y donde todo poeta legítimo se encuentra?
León Felipe, “¿Qué es la Biblia?”
Jorge Luis Borges escribió sobre la extraordinaria riqueza y diversidad de los documentos reunidos en la Biblia que hacen justicia al significado original de esa palabra:
¡Qué idea excepcional, la de reunir textos de distintos autores y distintas épocas y atribuirlos a un autor único, el Espíritu! ¿No es maravilloso? Es decir, obras tan dispares como el Libro de Job, el Cantar de los Cantares, el Eclesiastés, el Libro de los Reyes, los Evangelios y el Génesis: atribuirlos todos a un solo autor invisible. Los judíos tuvieron una magnífica idea. Es como si alguien pretendiera conjuntar en un solo tomo las obras de Emerson, Carlyle, Melville, Henry James, Chaucer y Shakespeare, y declarar que todo proviene del mismo autor.
Borges llevaba la Biblia “en la sangre” y prueba de ello son las alusiones y los prólogos a las traducciones de Job y del Cantar de los Cantares, de Fray Luis de León. En otro momento resumió: “La Biblia, más que un libro, es una literatura.” Asomarse a su influencia permite verificar la manera en que estos textos sagrados han contribuido a modelar el pensamiento, las creencias y las mentalidades. George Steiner ha delineado el impacto de ese texto sagrado en la civilización occidental:
En Occidente, pero también en otras partes del planeta donde el “Buen Libro” ha sido introducido, la Biblia determina, en buena medida, nuestra identidad histórica y social. Proporciona a la conciencia los instrumentos, a menudo implícitos, para la remembranza y la cita. Hasta la época moderna, estos instrumentos estaban tan profundamente grabados en nuestra mentalidad, incluso –tal vez especialmente– entre gentes no alfabetizadas o pre-alfabetizadas, que la referencia bíblica hacía las veces de autoreferencia, de pasaporte en el viaje hacia el ser interior de la persona.
Y constata: “Parece evidente que la Santa Biblia […] es el acto lingüístico más publicado y difundido sobre la faz de la tierra.” Una manera superficial de abordar tal influencia sería observar cómo los textos que la conforman, especialmente el Antiguo Testamento, son la base de nuevas historias, como sucede con José y sus hermanos (1933-1943) de Thomas Mann.
El crítico y religioso Northrop Frye afirmó que el conocimiento de la Biblia es fundamental para moverse en medio de las producciones literarias: “Para mí la Biblia es el corpus de palabras mediante el cual puedo ver el mundo como un cosmos, como un orden, y en el que puedo ver la naturaleza humana como algo redimible, como algo con derecho a sobrevivir. Para la cultura occidental es el libro total, que lo abarca todo.” Para él, la Biblia es el conjunto paradigmático de textos que contiene en sí todos los símbolos y por ello es, en palabras del poeta William Blake, el “gran código” de la humanidad.
Harold Bloom ha señalado que los autores bíblicos no tendrían mucho que envidiar a los grandes escritores de la literatura universal y que quien se acerca a ellos entra en contacto directo con un océano interminable: “Necesitamos una aprehensión estética de la Biblia, ya sea la hebrea, el Nuevo Testamento… Es gran literatura. […] Lo que caracteriza a Occidente es esa incómoda sensación de que su saber va por un lado y su vida espiritual por otro. No podemos dejar de pensar que somos griegos y, no obstante, nuestra moralidad y religión –exterior e interior– encuentran su origen último en la Biblia hebrea.”

El libro ubicuo
Job es un magnífico ejemplo de los desdoblamientos culturales que la recorren de principio a fin y que han contribuido a moldear el gusto y la imaginación. Fray Luis, Cervantes y Quevedo experimentaron su influjo. En El rey Lear reaparecen los toques jobianos. Ya en la modernidad más cercana, Job dejó de ser el mártir sufrido y paciente del Medievo y se prestó más atención al tema de la teodicea que al personaje.
En el romanticismo, muchos autores afrontaron esa gran figura: Heine, Victor Hugo, Dostoievsky y Byron, entre muchos otros. Y en el siglo XX, Hesse, Canetti, Beckett, Brecht, Chesterton, Nelly Sachs, Martin Buber y Elie Wiesel, sin olvidar, en otros campos, a Jung, Joseph Roth y, más recientemente, René Girard y Antonio Negri. En las artes plásticas no se puede ignorar a Marc Chagall. María Zambrano también fue seducida por este libro y escribió líneas iluminadoras en El hombre y lo divino (1955) y La confesión: género literario (1995).
Desde México, el filósofo transterrado Ramón Xirau también ha abrevado en la experiencia de Job, y Octavio Paz se refirió a él en 1977 al recibir el Premio Jerusalén:
Los sufrimientos de Job pueden verse como una ilustración del poder de Dios y de la obediencia del justo. Ése es el punto de vista divino pero el de Job es otro; aunque está “vestido de llagas” –como dice, admirablemente, la versión castellana de Cipriano de Valera– persiste en sostener su inocencia. Cierto, se inclina ante la voluntad divina y admite su miseria; al mismo tiempo confiesa que encuentra incomprensible el castigo que padece. “Diré a Dios: no me condenes, hazme entender por qué pleiteas conmigo”. (X, 2). […] El verdadero misterio no está en la omnipotencia divina sino en la libertad humana.
A partir de la Reforma Protestante se abrió la caja de Pandora de la libre lectura y se impusieron nuevas prácticas de lectura. Así lo esbozó Carlos Monsiváis: “La única cultura ‘superior’ de las masas, precisa [Antonio] Alatorre, es la religión, y de allí la enorme influencia de esa producción de letrados en el desarrollo de nuestra lengua, de manera similar a la influencia de la versión de la Biblia de King James en los países anglosajones […] y a la enorme presencia de la versión de la Biblia hecha por Lutero en el desarrollo del idioma alemán.” En ese contexto, cita directamente a Alatorre: “La lectura de la Biblia quedó prohibida en el Imperio español desde el siglo XVI. Si hubiera sido ‘autorizada’ la hermosa traducción de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, protestantes españoles del siglo XVI, la historia de nuestra lengua sería sin duda distinta de lo que es.”
Para el heterodoxo Monsiváis no existió discontinuidad entre la memorización y la proyección de todo lo bíblico en el resto de la cultura, incluyendo las obras piadosas. Como se aprecia en toda su obra, su lenguaje transformó los textos bíblicos en ejercicios incesantes de intertextualidad: “La Biblia es un libro de registros variados, de énfasis comunitario e individual (Proverbios o Job), de intensidades y matices. En nuestra cultura es el clásico de clásicos, y eso beneficia a todos los que escriben.” Sergio Pitol definió así la impronta bíblica:
El lenguaje bíblico es como la sedimentación de grandes literaturas. Yo me explico la gran literatura norteamericana del siglo XIX, ese surgimiento del nivel del suelo a los niveles más altos, debido a que, para los protestantes, la Biblia era un libro de lectura diaria. […] Leo la traducción de Casiodoro de Reina […] Es un texto que la Inquisición consideró como heterodoxo [...] Es la tradicional que comencé a leer y sigo leyendo: es en donde el lenguaje me parece prodigioso.
José Emilio Pacheco adaptó el Cantar de los Cantares fiel a su horizonte y contenido. Félix de Azúa también se ha referido a la Biblia como “la madre de la literatura”: “Suele decirse que la moderna literatura europea nace a finales del Renacimiento y su impulso decisivo es la Biblia en sus traducciones a lenguas vernáculas. Adaptar el gran estilo bíblico a una expresión comprensible en lengua llana fue una tarea monumental.” También lamentó que la versión citada no circulara en España lo suficiente y calificó así la obra mayor de Cervantes: “Una Biblia para un país sin Biblia.”
¿Cómo no referirse a la audaz comparación entre Homero y el Génesis que practica Erich Auerbach en Mímesis (1942)? Al cotejar el episodio de la cicatriz de Ulises en la Odisea y el intento de sacrificio de Isaac (Gn 32) se sumerge en ambas tradiciones y encuentra que la bíblica se sostiene con un valor propio. Podría establecerse una teoría de la lectura basada en postulados o metáforas bíblicos, como el que inició Ezequiel y continuó el vidente del Apocalipsis: “comer” o “devorar” el libro es la disposición que se espera de todo aquel que se acerca a las Sagradas Escrituras. La apropiación de la Biblia reproduce esta metáfora como un proceso cotidiano que funda y desarrolla una “cultura de la lectura” propia de comunidades creyentes o no creyentes. Así, como lo planteó Paul Ricoeur, “el sujeto aparece constituido a la vez como lector y como escritor de su propia vida” (Tiempo y narración. III, 1985). Al considerar una muestra de lectura piadosa clásica como El progreso del peregrino (1678), de John Bunyan, derivada también de una interpretación alegórica de los textos bíblicos, se ha descrito el proceso mediante el cual el principio protestante del libre examen de las Escrituras tuvo como consecuencia literaria la transformación de los cristianos en lectores.

El Gran Código
Algunos postulados de la Reforma alcanzaron una nueva proyección, a la hora de replantearse el contacto de los creyentes con los textos sagrados a través de la mediación cultural del libro: “La afirmación del sacerdocio universal […] resulta, incluso, más sencilla de comprender si la interpretamos […] como un imperativo más asequible que ordenaría a todos los creyentes, cuyo deber era ser sacerdotes, que aprendieran a leer.”
Olivier Millet y Philippe de Robert practicaron en Cultura bíblica (2001) otro abordaje de la influencia cultural y artística de los textos sagrados partiendo de los énfasis literarios. Para ello, hacen desfilar una larga lista de nombres y obras. Afirman que este Gran Código “ha alimentado y sigue alimentando toda manifestación artística y, por ende, literaria, de la civilización occidental”. Su revisión de las épocas los conduce a observar: “La utilización de motivos bíblicos rara vez se llevó a cabo sin la incorporación de cierta carga de sentimiento religioso, al no abandonarse del todo el simbolismo.”
La iconografía derivada de las historias y relatos bíblicos ha producido muchas obras que se han instalado en el imaginario colectivo durante siglos. Así ha sucedido, por ejemplo, con las imágenes del Buen Pastor o de la Santa Cena, de Leonardo Da Vinci que, ligadas a aspectos litúrgicos, forman parte de la tradición eclesiástica. La escultura también ha sido un arte influido por la Biblia: el caso de Miguel Ángel es el más visible. Rembrandt y Chagall, sin duda, son dos de los mayores “traductores” del mensaje bíblico a la pintura. Parte de la obra de Chagall, dedicada a ciclos enteros de las Escrituras, es testimonio dinámico de su profunda lectura: La Biblia (1956), Dibujos para la Biblia (1960) y los grabados de los Salmos de David (1979). En la música, pueden mencionarse los grandes oratorios y cantatas de Bach, Händel, Palestrina, Haydn y Mendelssohn (su Elías, de 1846, es majestuoso). Los salmos musicalizados por Leonard Bernstein (1965) y otras obras de Sergio Cárdenas, desde México, son otros buenos ejemplos.
El texto griego de i Corintios 13 (Canción por la unificación de Europa), en manos del polaco Zbigniew Preisner, es sin duda una gran aportación a la banda sonora de Azul (1993), de su coterráneo Krzysztof Kieslowski. El cine también ha recogido un sinnúmero de referencias bíblicas: Los diez mandamientos (1956), de Cecil B. DeMille, marcó toda una época. Sobre la pasión de Jesús la lista es enorme, pero los resultados son sumamente desiguales. Entre decenas de autores, destaca Pier Paolo Pasolini, gran intérprete del Evangelio de Mateo (1964).

William Blake, La ira de Eliú, 1805 de la serie de ilustraciones realizadas para El libro de Job. © Dominio público.
Fuente: www.wikiwand.com
Fuente del articulo: Suplemento Jornada Semanal, Mexico

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